Diagnóstico Lucas, por Pep Marín

Diagnóstico Lucas

Cuando uno percibe que el equilibrio, da igual de la naturaleza y dimensión que sea, y la armonía se pierden, el que se establezca un diagnostico que dé en el origen del problema o necesidad se torna muy importante.

Para diagnosticar, y que ese diagnóstico sea una cosa robusta y bien construida, hay que poseer unas determinadas capacidades de discernimiento, de reconocimiento, pues la ligereza y tibieza de argumentos solamente nos lleva a describir hechos, síntomas, escribir por escribir, hablar por hablar, sin que podamos siquiera levantar la manta y la sábana y apreciar dónde subyace el quid de la cuestión.

Para hacer esto hay que ir muy aseado mentalmente de ideas preconcebidas, de prejuicios, del político economista administrador de presupuestos que todas llevamos dentro, del atrevido psiquiatra o psicólogo o consejero espiritual. Para establecer un diagnóstico que se acerque a dar en la diana del desaguisado que pensamos que existe, creo que no hay que pensar que uno o muchos de nuestros problemas son los problemas de los otros y otras también, que no hay que preguntarse desde nuestra idea de bien particular por qué el ciudadano y la ciudadana se mueve hacia ese rumbo y no hacia aquel que yo creo que debería. Hay que escarbar mucho más, y no sentar cátedra de buenas a primeras por dos días que te has levantado empalmado y crees que ya has solucionado tu problema de disfunción eréctil. Ojito con esto.

¿Por qué se mueven muchas personas para hacer cola y comprar helados con forma fálica y no lo hacen para luchar por salvar a las abejas? ¿De verdad que no se mueven muchas personas para salvar a las abejas, o es porque como nosotras no nos movemos consideramos que nadie se mueve? A veces pensamos poseer esa capacidad de desentrañar los sinuosos vericuetos del alma humana, si es que existe, de ese motor que nos moviliza, y luego pasa lo que pasa, se nos ve un culo grotesco lleno de cardenales y pelos rizados y pegados que parecen moscas.

Hacía tiempo que no veía a un antiguo compañero de la Facultad de Economía. Efectivamente, al principio creía que era él, creía, como si fuera una ilusión, pues no estaba seguro. Me puse mis lentes, y ahora sí, lo vi nítido como quien aprovecha la inflación real y la inflación percibida, percibida a través de los medios de comunicación de masas trucados como una Rieju y que abonan como nadie el hábitat  de catástrofes y miedo, cosa que aprovechan los inimputables oligopolios para subir más los precios de su producto y ganar mucho, mucho, dinero, y luego despedir a granel al personal bajo la excusa de que ya no resulta rentable esa “ramica” de negocio, dicen: que se está invirtiendo mucho dinero en otra cosa y sobra gente por un tubo; invirtiendo en inteligencia artificial, ¡oh sí¡, qué interesante, para, en algunos casos tremendamente absurdos, rascarnos los huevos sin manos, o el coño, vaya.

Antonio se sentaba en primera fila de la clase. Era una fiera de listo en los estudios, era capaz de sobrevivir un mes entero en el monte sin llevarse de su casa ni agua. Un tipo con carácter, duro, culto, generoso, hábil. Tenía el pelo en plan Robert de Niro en La misión: moreno y largo hacia atrás y acabado en un moño atravesado por un palillo chino. Vestía de traje azul marino, camisa blanca y corbata azul a juego con el traje. Conforme me iba acercando a su posición estuve asimilando en el páncreas los gestos que Antonio iba haciendo a los coches: señalaba con el dedo índice un espacio vacío, daba paso con las manos como si fuera un policía local, les decía a los/as conductores/as: acércate, moviendo cuatro dedos en abanico o un stop con la palma de la mano. Una mujer joven se bajó del coche y, antes de coger sus cosas y cerrar el vehículo, le dio un billete de cinco euros a Antonio.

Cuando nos vimos y reconocimos, nos dimos un abrazo de estos quitapenas, y nuestros corazones comenzaron a latir al mismo son. Hacía 10 o 15 años que no nos veíamos y la sensación era como si nos hubiésemos visto ayer, como estar en casa después de un largo viaje, como ir los dos en un marsupio de canguro contemplando a saltos un atardecer en Espinardo entre cifras y letras.

Había estado estudiando todas las variables a su alcance en cuanto al trabajo de gorrilla aparcacoches. Un estudio bien hecho, como él hacía las cosas, por su propia naturaleza, su don, su suerte. Estaba cansado de todo, de la competición absurda inoculada de fuera adentro, y adentro hacía su viaje sin salida, sin piedad, autodestruyéndolo, culpándolo, hasta que acabó rendido y con una receta electrónica más larga que una serpiente, sin saber decir: “NO”.

Y dijo: “SÍ”.

Los cálculos los tenía claros, pero nada tenían que ver ahora con el rendimiento extenuante inflamado de poderosos estímulos que parecían magia negra. Superado el trauma del estigma como quien renace tras el caballo y la plata, superado el remordimiento, el afán de complacer a todo el mundo a base de perder tiempo y salud, dejó su anterior puesto de trabajo. “A tomar por saco, Pepe”, me dijo. “Iba al centro de salud mental y en cada cita había un psiquiatra distinto, tócate los huevos, camarón, y cada uno/a me daba un diagnóstico distinto y un tratamiento acumulativo como para no contradecir al anterior, casi me podía chupar el ombligo sin mover la cabeza”.

Así que se tiró a la calle con mucha filosofía. “400 euros a la semana como media. No me digas cómo, será el traje, será el estudio, la observación y el método, serán las formas, será que soy atractivo, será que extraigo sonrisas, no tengo una varita mágica, Pepe”.

Había recuperado a su familia y su caminito de Mago de Oz no había desaparecido, sólo se le había olvidado momentáneamente. Luego, nos pusimos como dos ciervos luchando con los cuernos para ver quién pagaba el tentempié, y antes de llegar a la barra para pagar, yo que estaba ese día sin fuerza, para variar, el camarero me dijo que ya estaba pagado.